En su piso no había más que restos de lápices muertos, lápices que parecían haber sido traídos de otra galaxia, y esto ocurría porque sus manos disparaban rayos de luces de colores que hacían que cualquier línea tuviera un sentido infinito.
Sus dedos delicados nunca temblaban, sus venas azules se marcaban cada vez que tomaba firmemente un lápiz, y sus ojos se iban a otro mundo, un mundo que sólo él conoció, un mundo en el que cualquiera desearía vivir.
Su mente soñadora sobrepasaba los límites de la imaginación, a veces dibujaba con los ojos cerrados, delicadamente trazando las líneas que definirían un espacio único concretizado en papel común y corriente, que al ser tocado por sus colores se convertía en un pergamino extraordinario.
Su sonrisa no era una mentira, su sonrisa era el reflejo de lo que sentía dentro de su ser, sus latidos eran enviados directamente a sus manos para expresar lo que había en lo profundo de él.
Un día se sentó a pensar, dejó sus lápices de lado y su mente comenzó a andar. Cuando dibujaba, los trazos eran impulsos directos de su corazón, no necesitaba procesarlos, los lanzaba como kamikazes a la muerte, los materializaba sin pensar, y pensar lo fastidió. Pensó en las montañas de dibujos que tenía, en sus obras acumuladas, eran tantas que no tenían sentido alguno, y entonces tomó una decisión, agarró sus maletas, sin rumbo partió.
Las calles eran un lugar ajeno para su cerrada mente, pero el mundo le gustó, y como todo hombre bien humano, se enamoró. Los pétalos de las rosas eran un mísero detalle al lado de su amada, todos sus dibujos los unió para armar un gran lienzo, cabello por cabello, su boca, su cuello.
El sentido de sus días estuvo implícito en dedicar la magia de sus dedos a ese mundo que conoció, todo de afuera era muy extenso, había magia en su interior.
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