Detrás de tanta palabra se escondía su mayor anhelo, tenerla con él. No podía pasar un día sin que pensara en ella, que problema más grande, no podía tenerla, no estaba a su alcance. Ella sólo vivía en sus sueños, pero ni en ellos era su dueño, ella lo miraba, lo escuchaba, pero no lo sentía en el corazón. Él estaba confundido, ¿cómo poder vivir con esto?, ¿cómo poder avanzar sin esto? Cada hecho ocurrido durante su existencia, desde que la encontró dormida en sus brazos en sus sueños, le hacían tenerla presente, escondida detrás de cada acto, acumulándose, juntado sentimientos que se hacían más fuertes mientras más los escondía. ¿Quién vive de una fantasía? Él, (y yo también) pero de dónde saca ese valor para enfrentar sus miedos más grandes. Todo estaba en su mente, no podía ocurrir con ella nada de lo que él no quisiera, lo único que no podía hacer con ella, era hacerla suya, lo demás, la estructura, lo mundano, era de él. No quería tirarla al precipicio, no quería mentirle, ni menos tenerla lejos, aunque lejos estaban mejor, ¿o no?
Y qué es lo que lo amarraba a ella, tan imperfecta, tan de otro mundo, tan simple: su existencia, sus miedos, su cuerpo durmiendo en sus brazos.
Un día quiso desaparecerla: maldita boca que me sonríe, maldita boca que me escupe, maldito pensamiento, maldita tú, malditas tus palabras, maldita tu espalda, tus sonidos, tu hermosa presencia, tu maravillosa forma de vivir en mis sueños, tus errores que veo perfectos, tu dolor que quiero calmar.
¿Pudo desaparecerla? No creo, no sabrá, hay miles de razones que lo amarran a ella, y es tan necesario para él gastar tiempo soñándola, que la sueña mil noches, mil días, la odia, le besa sus manos, su rostro, y se aleja de su boca, se aleja de sus manos, se aleja de todo lo que le causa miedo tocar, porque es más fácil soñar que actuar.
Y él que la soñó tanto, la encontró, el mismo día de su muerte, cuando en sus sueños se declaró.
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