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viernes, 3 de octubre de 2014

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Hablemos de la inocencia perdida. No, no de esa inocencia. Toquemos esa parte musgosa del tema,  en la que lo perdido nos hace lentamente culpables. La inocencia se esfuma en el momento en que queremos sonar inocentes, cuando entendemos más de lo que quisieramos entender. La inocencia del hombre se trasluce a la luz de los ojos ajenos, ojos que pocas veces reconocen lo inocente desnudo, y que pocas veces saben desde qué ángulo se filtra la luz. Esa parte humana la perdemos cuando conocemos el sabor del pudor, la rabia en lo profundo del gusano rojo, el deseo encarnado en el tapiz del mundo. 
No es algo de lo que podamos estar orgullosos, pero una vez que se interrumpe el limpio curso de nuestros días, es imposible volver atrás a mirar con esos ojos brillantes, tímidos, impecables. A dónde vamos: ahí donde se puede hablar de esto sin revestir la realidad con el humor negro que esconde lo sucio, y lo oscurece con más tierra, pero con una tierra dulce y alegre de mirar. Estamos llenos de ese licor mundano que se llama ambigüedad: bebemos y bebemos, hasta olvidar que hay dos polos intocables, separados para siempre por esa hipocrecía que nos hace hombres.
La verdad nos atravieza como el pánico, pero no nos paraliza: nos mueve ahí donde la comodidad es el deseo que se duerme en nuestra más suave carencia. Sí, esa carencia, carencia de algo que buscamos creyendo estar solos deambulando. A la carencia le ponemos vacío y suena más profunda, más infinita, más creíble. Así nos engañamos sabiendo que no podemos ser otra cosa que sonámbulos, los muertos en vida de todos esos siglos, aquellos que son nuestros héores en el fondo, porque nos encontramos más en ellos que en los que están petrificados en las calles.

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