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sábado, 9 de junio de 2012

Soup

Sonó el timbre, ella abrió la puerta, lo encontró ahí, empapado y eterno, como siempre lo esperó. No lo dudó ni un instante, lo invitó a entrar, tenía la chimenea encendida y el ruido crujiente de la leña era el soundtrack del momento. Había estado cocinando, para ella y nadie más, y él llegó en el instante preciso, justo a tiempo para detener un par de pensamientos existenciales e inútiles que iban a invadir su cabeza en unos segundos. Él entró tímido, pensando que la casa iba a oler a mujer soltera, pero se sorprendió, esto era totalmente diferente, y no encontró palabras para describirlo. Ella cruzó los dedos y caminó hasta la cocina, él la siguió y se sentaron frente a frente, escucharon llover. 
No sabían de qué hablar, sólo mostraban una sonrisa de medio lado, tenían claro que era la escena más cliché de sus vidas. Justo ahí fue cuando a él le rugió el estómago, entonces ella miró la olla y le sirvió un plato de sopa. Los minutos siguientes se convirtieron en una de mis escenas favoritos, él comía apresuradamente, disfrutando cada sorbo de sopa, hacía sonar la boca y ella estaba a punto de explotar, pero otros sentimientos fueron más fuertes que la histeria y la controlaron. Se conmovió, se lo había imaginado así alguna vez en sus sueños, como un niño, en sus brazos y en su casa, en su silla, en su vida. Cómo verlo comer podía provocarle esa extraña sensación de dicha, calma y plenitud, estaban tomando su corazón, le estaban robando el alma, eternamente entregada a esos labios que no paraban de hacer ruiditos groseros. En ese instante despertó, despertó estando despierta, despertó con tres palabras muy simples "me tengo que ir". Y lo dejó ir, pero él desde ese momento entendió que nunca se había ido y que jamás lo haría tampoco, se quedó atrapado entre sus ojos intensos, entre sus paredes de madera, entre su olor a comida, entre ternura y noches sudorosas, en una promesa entre el cielo y la tierra.

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